viernes, 10 de abril de 2020

La Carta I

El otro día fue complicado. Me sentí inmensamente sólo. La incertidumbre del porvenir se adueñó de mí y me dejó k.o. Me noqueó más duro que un gancho de Tyson Fury y, automáticamente, mi mecanismo de defensa se activó. Como un niño que intenta esconderse del monstruo de debajo de la cama, me encerré en mi cuarto , apagué las luces y busqué en la protección de mis sábanas el confort que me llevase a olvidar la desazón que me tenía atenazado. Siempre que voy a dormir, intento hacer un repaso mental del día y plantearme una tarea a completar el día siguiente. Recordé que, cuando todo esto estaba empezando, envié una carta por correo que nunca llegó a su destino.

 Aquella carta era una despedida. Ni siquiera me acordaba ya a quien iba dirigida. Había perdido el contacto con la gente del exterior, sus rostros se habían borrado de mi memoria y apenas recordaba algún que otro nombre que, por lo general, no conseguía vincular a ninguna persona en particular. De vez en cuando, se presentaban ante mí algún ser querido, para anunciarme que había muerto. Venían a despedirse. Nunca volveríamos a vernos. Estás visitas me aterraban y creo que mi facilidad de olvidarme de la gente estuvo siempre conectadas a ellas. Ya no me acordaba de nadie, pero los muertos si que  se acordaban de mí y seguían visitándome. A fin de cuentas no tenían nada mejor que hacer.


Me había propuesto acercarme a correos a ver qué había pasado con mi carta. Por qué no había llegado a su destino. Pensaba que resolvería algo encontrándola o que, al  menos, sabría a quien iba dirigida. Había descubierto, hace un tiempo ya, que mantenerse ocupado era extremadamente importante desde que el virus se adueñó del mundo. Otra cosa muy importante era no mirarlo directamente a los ojos.
 Hacía un día frío y lluvioso. Los Inviernos se estaban retrasando, las Primaveras eran Otoños. En la calle no había nadie. Bajé por la de mi casa hacia el centro y al entrar en el bulevar del río vi que en el albero que daba inicio al paseo del Corte Inglés había algún tipo de exhibición. Desde la distancia veía como la tierra estaba llena de objetos que resultaban, desde lejos, imposible de identificar para mí. Y allí dos virus, con sus uniformes de lo que fue la Guardia Civil de antaño, controlando la situación y vigilando la rotonda. Menos mal que por si acaso había traído mi bolsa del Mercadona. Fugazmente pensé en que fácil les había resultado hacerse con el control. Misión infiltrada, todos los gobiernos e instituciones mundiales en jaque , Trump muerto, el presidente de China Xi Jinping, matando viruses con a golpe de ataque nuclear, miedo, distanciamiento, confinamiento... Cuando quisimos darnos cuenta el virus estaba metido tan dentro del PSOE que obligaron a Pedro Sánchez a resignar y tomaron su poder. Y desde entonces ya no vivimos en España sino en la Dictadura del Virus (VD, por sus siglas en Inglés). No hay muchas normas, ni leyes, pero hay que evitar el contacto directo con ellos. Un cruce de miradas puede ser letal.

El caso es que allí estaba yo, pasando a la vera de los viruletos , mostrándoles la bolsa del Mercadona de lejos e intentando al máximo evitar el contacto, cuando me percaté de qué era lo que había allí exhibido: perros. Eran perros si, disecados. Distintos tamaños, razas , posturas... Había tantos que se me hacía obligatorio ir caminando entre ellos. Todos tenían en común una cosa: te seguían con la mirada. La sensación de tener unos ojos clavados en la nuca era continua y, realmente, no podía librarme de esa desagradable impresión de que sus ojos seguían mi movimiento.
Los perros habían servido como salvoconducto hacia un tiempo y eso los había puesto en el punto de mira de nuestros líderes virales. Querían evitar que nos relacionásemos a toda costa y acabar con los perros suponía acabar con una de nuestras excusas para salir a la calle, así que les dieron matarile a todos. De un día para otros los sacaron de sus casa y ¡Pam! todos muertos. En un panel informativo leí que aquello no era una muestra de ningún tipo, sino que era un depósito, y que, todo aquel que lo desease, podía venir y llevarse a su perro de vuelta a casa, pero que nunca, bajo ningún concepto, podrían volver a pasearlos por las calles. Pensé en llevarme uno a casa. Siempre me gustó la taxidermia, quedaría bien en el salón de casa, junto a la tele, y me haría compañía.
Empecé a caminar prestándole más atención a sus rostros , a su fisonomía, cuando lo vi a él.


Él no era un perro, habíamos sido amigos, vivido juntos incluso y compartido muchas experiencias. Pero no me acordaba de su nombre. El caso es que ahí estaba dispuesto cómo uno más, sobre sus cuartos traseros. La boca abierta y la lengua colgando bobaliconamente. Los ojos fijos en mí, como si me reconociesen, pidiendo clemencia. ¿Qué hacía él allí? Se había ido. Ya no vivía en la ciudad. Entonces caí en la cuenta. No era de aquí. Posiblemente su configuración genética le había jugado una mala pasada, no era maleable. El virus no se adhería a sus pulmones como a los de los mediterráneos. Era elemento subversivo y, por lo tanto, en la nueva España, en la VD, sobraba. Y ¡Pum! Le dieron matarile.


Me lo llevaría a él. Pero me irritaba esa boca colgona y boba. Intente cerrarla. La lengua estaba flácida e incluso conservaba algo de humedad. La conseguí meter dentro de la boca. Era curioso, la articulación no estaba rígida, los tejidos no parecían muertos. La mandíbula se cerró sin que tuviese que hacer un gran esfuerzo. Contemplé mi obra, lleno de orgullo. Mucho mejor, un rostro mucho más sereno y reconocible. Aunque los ojos... Los ojos seguían ahí, fijos en mí. Suplicando misericordia. No podía aguantarlos, me sobrepasaban, así que me decidí a cerrarlos. Pero los párpados estaban rígidos, pegados duramente. Me miraba fijamente. Mi amigo me pedía que le cerrase los ojos. Mi frustración era enorme. Más aún cuando vi que una lágrima le resbalaba por la mejilla. Qué carajo era aquello. Mierda de taxidermista. Lo intenté de nuevo, con toda mis fuerzas , pero mi mano resbaló sobre sus párpados, su nariz y su boca, volviendo a abrir esta. Me miraba de nuevo, cómo al principio, con los ojos fijos en mi, la boca abierta y la lengua colgando inerte y estúpida hacia el suelo. La única diferencia era esa lágrima resbalando por su mejilla.
-Yo tampoco pude cerrarle los ojos
Entonces la vi a ella. Estaba justo a su lado, pero no me había percatado. Tampoco era un perro.  También la conocía, pero no me acordaba de su nombre. Ella no estaba disecada, simplemente estaba allí sentada , junto a él, viendo toda la escena.

Continuará...

Llueve ahí fuera

 La luz es gris desde hace tres días. No hay sol. No se deja ver. Tengo la sensación de estar atrapado en una prisión de la que no puedo sal...