- Bien tío. Sí,de verdad, llevábamos mucho sin vernos.
Ella seguía ahí, en el suelo, los pies doblados, flor de loto. La mirada perdida. Miraba al infinito.
-¿Estás bien ?
Me miró un segundo, directa a los ojos. Me dio miedo. La misma súplica , la misma demanda de misericordia que sentía cuando me miraban los perros disecados, cuando me miraba mi amigo. A este le había dado la espalda. No quería tener que lidiar con esos ojos, ni con su boca colgona. En cuanto a mi amiga, nuestro cruce de miradas había sido fugaz, esos ojos venían a decirme "te he respondido ya a esa pregunta, no me hagas malgastar mi aliento". Ahora miraban de nuevo al frente.
- No soy la única que está aquí. Resulta que nos han dado salvoconducto con esta exhibición. Sin saberlo - tuvo que ver en mi cara que no pillaba lo que decía, porque continuo explicándose - Cómo bien sabes, el virus no distingue muy bien a animales y personas. Aquí podemos pasar desapercibidos, al aire libre, sin necesidad de una justificación real. Pero si nos ven hablando, se irá está coartada a tomar por saco.
Sus ojos volvieron a posarse sobre los míos, un segundo, en este caso, llenos de reproche. El mensaje estaba claro.
- Bueno, me voy. Me ha gustado verte , saber que estás bien. Lo mismo me paso un rato a la vuelta.
Me miró de nuevo.
- Sabes, estoy bien, estoy súper tranquila. He aprendido a que no me importe nada, pero no soy feliz. Vete anda. Yo no creo que tu sitio esté aquí. Tú esto no lo entiendes.
Otra vez la mirada. Esa mirada disecada que me seguía antes por todo el albero. Otra vez el lamento y la súplica enmascarado en ella. No había boca abierta , ni lengua colgona, pero no quería estar allí más. Me di la vuelta y eché a andar. Supongo que está siempre ha sido mi manera de afrontar las cosas. Por qué iba a cambiarla ahora.
Pasé entre los perros disecados , a paso ligero. Mientras cruzaba ese tramo que me quedaba hasta el bulevar del Corte Inglés, me di cuenta de que había más personas allí, algunas disecadas y otras, simplemente pasando el rato. Y muchos animales, de todo tipo, no solo perros. Había gatos, había pájaros , una iguana y gallinas. De hecho allí, en una esquina, estaba la loca del huerto. El pelo enmarañado, las gafas en la punta de la nariz, sudaba a mares y parecía febril. No sé había percatado de mi presencia y yo me quedé mirándola desde lejos, no tenía ganas de entrar en contacto con ella. Estaba buscando gallinas entre los perros, las cogía y las ponía todas más o menos juntas. Una vez tuvo una media docena a su alrededor, sacó una media barra de pan y empezó a desmigarla y a tirarles las migajas.
- Comed bonitas, comed, luego los huevos no salen buenos. Comed venga. Que hoy vienen mis hijos a casa y les he prometido una tortilla. Comed....
La voz se le quebró y calló de rodillas, entre lágrimas. Empezó a toser de tal manera que levantó el albero a su alrededor. El pelo enmarañado se le lleno de arena y allí se quedó, tosiendo, sentada sobre sus tobillos, con una larga baba colgándole hasta el pecho y las gafas, manteniendo un precario equilibrio sobre la punta de la nariz, cubiertas de una mezcla de albero y esputo.
Es cierto, este virus no distingue muy bien un animal de otro, ni una persona de otra. Al principio había aumentado la riqueza de unos, evidenciando aún más la brecha social, pero, con el tiempo, nos había igualado a todos. Ya nadie se preocupaba de la economía. No usábamos dinero. Nada importaba nada.
No soy feliz. Esa frase retumbaba en mi cabeza. No soy feliz. No soy feliz. Ni ella lo era, ni yo tampoco, ni los perros disecados, ni la loca del huerto, ni los fantasmas que venían a visitarme por las noches. Ni el virus es feliz. Por ahí leí hace tiempo que la felicidad no existe, que es un concepto obligatoriamente pasado. Nos obliga a hacer una continua búsqueda de ese algo que nos hizo felices en el pasado. Sin ser consciente de que en ese momento de un tiempo anterior, posiblemente no éramos conscientes de nuestra felicidad y , posiblemente , la situábamos , a su vez, en otro tiempo pasado. Esta dinámica nos ponían en pos de una búsqueda continua de la felicidad que nos hace volver a nuestro pasado continuamente, incluso cometiendo los mismos errores que ya hemos cometido, tropezando dos veces sobre las mismas piedras. Lo triste es darse cuenta de que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor. Vivir sin esperanza.
Seguí por el bulevar del Corte Inglés, pasé este, pasé la fuente también y me acercaba a mi objetivo.
Entonces pasé por delante de una tienda de telefonía. Habían cerrado hace años. Ya no podíamos comunicarnos. Me acordé de la angustia existencial que me sacudió en aquel momento. La cuarentena no había sido nada en comparación con el apagón tecnológico. Ese había sido el gran shock. Estar solos, en casa, sin posibilidad de salir, sin posibilidad de comunicarnos, encendiendo la tele para ver distorsión, ruido, niebla, salir a la calle y solo poder hablar con el tendero. Las revueltas fueron sofocadas, los perros matados. No éramos felices, no lo habíamos sido. No lo seríamos nunca.
La gente moría a todas horas. La sociedad que habíamos conocido había quedado atrás. No sabíamos qué leyes nos regían, si es que nos regía alguna, no sabíamos quién nos gobernaba, no sabíamos qué pasaba en otros países de nuestro entorno. La única certeza es que la gente moría. Mi padre me lo decía siempre: "la única certeza que tenemos en esta vida es que nos vamos a morir". Y ahora nos moríamos solos, desconectados. No había esquelas , no había entierros, no había llamadas telefónicas de un ser querido que, entre sollozos, te anunciaba la fatal noticia . Lo único que había, en mi caso, era una proyección fantasmagórica que venía a anunciarme su partida al más allá. A despedirse de mí y a desearme suerte. Mi padre, mi madre , mi hermanos , mis amigos , muchos se habían despedido ya. No somos felices y estamos aquí para morirnos, bonito augurio. En la calle brilla el sol y cantan los pájaros pero yo vivía en una prisión, encadenado a dos certezas que me esclavizaban: soledad y muerte.
Seguí con paso firme hasta que llegué a la oficina de correos. Cerrada. No sé por qué me sorprendía. Había una entrada lateral , al lado de unos buzones disimulados en cabezas de leones, que siempre había llamado mi atención cuando niño. Al acercarme vi a un hombre con su uniforme de cartero sentado en los escalones. Resulta que era mi primo. El cartero. Nos quedamos mirándonos unos segundos hasta que nos fundimos en un abrazo.
Me explicó que estaba allí porque había decidido volver a repartir cartas. Me acordé del papel que hacía Kevin Costner en la peli " El Mensajero", llevando cartas en un mundo postapocalíptico. Había decidido que sería su manera de joder al sistema. Pero había perdido la llave de la oficina. Yo le explique que estaba allí para reclamarles que mi ultima carta no había llegado nunca a destino. Ahora con la oficina cerrada le dije que pretendía buscarla entre las miles de misivas que podía haber allí dentro, pero, de nuevo, el problema estaba en entrar.
Por suerte había pensado en esto antes de salir de casa y me había traído mi botellita con la etiqueta de " Bébeme". La descorché y tomé un sorbo, inmediatamente empece a menguar, a empequeñecer, cual Alicia, de manera que apenas llegué a medir medio palmo. Entonces mi primo me echó por la rendija del buzón de cartas a Granada . Fui engullido por el león y caí de bruces en una mesa de clasificación de cartas con distintas bandejas dispuestas por distritos. Recurrí a mi otra botella, la de mi bolsillo derecho y en un par de segundos había recobrado mi tamaño original. En cuestión de cinco minutos mi primo estaba en aquella sala conmigo, allí con su uniforme clasificando cartas.
- ¿A quién le habías escrito la carta que buscas?
- No lo sé- respondí.
- Entonces mira allí a ver si reconoces alguna- Me señaló un montón de cartas que ocupaba un cuarto de la sala donde estábamos , esparcidas todas por el suelo y formando un montículo más alto que yo.- ¿Dónde vives por cierto ? Vamos a ver si hay algo para ti.
Le dije mi dirección y me puse manos a la obra. Recordaba que la carta que había enviado era cuadrada. Era una postal, de uno de mis viajes . Estuve buscando horas hasta que di con ella. Allí estaba el sobre en mis manos, grande cuadrado y sin dirección. ¿Por qué había enviado una carta sin dirección? Estaba seguro de que era para ella, pero ¿había olvidado para aquellas alturas su nombre y su dirección? Ahora ya no me acordaba de nada, ni su cara , ni su apariencia, nada . Era otro fantasma que iría a visitarme o quizás ni eso , quién sabe, quizás ella tampoco se acordaba de mi ya. Recuerdo que una de las razones que me empujó a buscar la carta era que me había echado en cara que no le había llegado... Hacía tanto tiempo de eso .
Busqué alguna pista en el interior. La postal era de Stonehenge, una pasada. El viaje se había diluido en mi memoria también, pero recuerdo estar ahí, de pie, viendo El Sol ponerse, pensando en esas gentes que hace miles de años levantaron ese santuario, ese lugar mágico, alineando el Levante con el Poniente, como una gran brújula que les marcaba el más allá, que servía de guía para las almas de sus seres queridos. Me acuerdo que el paso del tiempo y el movimiento de Traslación de la tierra había hecho que esa gran brújula se descolocase, de manera que el sol salía unos grados más al Este y se ponía unos grados más al Oeste. Me imagine, de repente, a todos esos fantasmas, que habían pasado a despedirse de mí, allí atrapados, perdidos , desorientados, dando incesantes vueltas alrededor de aquel círculo de piedras, sentados, presa de su desesperación, en los verdes prados que lo rodeaban. Sin llegar a entender que esa mística puerta al más allá estaba simplemente unos grados más allá de la flecha marcada en el suelo que indicaba esa línea Este-Oeste en el Equinoccio de Primavera de hacía miles de años.
En la otra cara de la postal había cuatro líneas:
"We shall not cease from exploration
and the end of all our exploring
will be to arrive where we started
and know the place for the first time."
Me quedé sentado. Resulta que había ido a parar justo a espaldas de mi amigo y de mi amiga. Me alivió estar ahí a su espalda y no frente a ellos. Sinceramente no quería tener que lidiar con esa boca colgona de nuevo. Ni hablar con nadie. No quería ver a nadie, ni acordarme de nadie, ni visitar a nadie, ni escribirle a nadie, no quería hacer nada. Ya está, no quería lidiar con esto. Así que me quedé allí sentado. A mi derecha estaban las gallinas. Parecían vivas, pero estaban inertes, aunque, eso sí, estaban rodeadas de huevos. Estaba oscureciendo y allí me quedé.
Pasó una noche. No recuerdo si llegué a dormir o no. Mi mente estaba en blanco. Centrado en mi respiración, mi boca seca a más no poder era lo único que me irritaba. Pasó un día con su noche y otro con su noche de la mano. Los días eran preciosos, de una belleza asombrosa, mágicos, yo estaba en paz. Mis amigos allí delante mía, las gallinas inertes rodeadas de huevos, cada día más. La gente pasaba, nos miraba y algunos venían y se sentaban en el suelo. Y al caer la cuarta cuarta noche ella se movió.
Mi amiga se puso en pie. Más bien el espectro de mi amiga. Su cuerpo seguía allí, flor de loto, mientras ella se había puesto en pie, se sacudió la tierra de los pantalones, se dio la vuelta y , con una sonrisa en el rostro, se acercó a mí. Me puso una mano en el hombro.
-Me voy Nacho. Ha sido un placer- su mirada estaba posada en la mía , directa, fija, pura , sin reproche alguno.-Cierra la boca anda... Me da cosa veros con la lengua ahí colgando- Abrió la boca y descolgó la lengua a modo burlón mientras se reía. Me dio un último toque sobre el hombro y se marchó.
A la mañana siguiente no sabía si lo había soñado o si realmente había visto otro espectro fantasmagórico que venía a visitarme, a modo de despedida, con nocturnidad y alevosía.
Aquel día fue igualmente bello, quizá, más bello que los demás. Los pájaros cantaban, el aire era inmensamente puro. Vino la loca del huerto, con su pelo alborotado, a recoger los huevos que las obedientes gallinas, a pesar de la taxidermia, seguían depositando allí con escrupulosa regularidad. La mandíbula le bailaba de un lado a otro en la cara, extasiada de felicidad al ver la inmensa cantidad de huevos que habían puesto sus queridas gallinas durante aquellos días. Seguro que estaba pensando en la cantidad de tortillas que iba a poder hacer para sus hijos y nietos, pero, claro está, como no había nadie para escucharla, se ahorro los comentarios en voz alta.
Al llegar la tarde, me percaté de un elemento que había pasado desapercibido hasta entonces. Resulta que la postal estaba allí tirada, la postal de Stonehenge. Estaba a escasos centímetros de distancia, con sus piedras perfectamente visibles, ese sol poniente en el horizonte, indicándonos el camino. Me pasé la tarde mirándola. Mi mente en blanco, mi lengua colgona, nada me importaba, ¿era feliz?... Que más daba.
Al ponerse el sol, lo seguí con la mirada y fue entonces cuando me puse en pie. Abandoné mi cuerpo, caminé hacia el sol de poniente y el albero se convirtió en hierba. Un prado verde se extendió ante mí. Atrás quedó mi cuerpo, atrás los perros disecados y las gallinas con sus huevos, atrás el virus y sus disfraces de Guardia Civil, atrás el mundo de los vivos ( que están muertos). Y allá, adelante, las piedras de Stonehenge, con su perfecta orientación Este-Oeste, allá el sol poniéndose. Allí la niña olvidada, que nunca recibió la carta, con su cara bonita, recibió un beso en la frente. La llamé por su nombre, ya olvidado, y me despedí entre risas, andando hacia el ocaso.